lunes, 30 de mayo de 2016

Recuerdo, por Gabriel Zas

El recuerdo que pretendo describir se remonta al año 1997 y está asociado a la primera vez que fui al Parque de la Costa, cuya fecha fue coincidente con el día de su inauguración. La iniciativa de ir fue de mi tío y se le ocurrió la idea esporádicamente, inspirada quizás, por el fisgoneo de experimentar algo nuevo o por la curiosidad de conocer la propuesta de dicho parque en el marco de su apertura.  O también  me sobreviene suponer que el disparador de la ocurrencia fui yo porque siempre me gustaron los parques de diversión y la última vez que fui a uno había sido en 1994 cuando tenía 6 años, y no pude disfrutar demasiado de muchos de los juegos por la corta edad, porque la norma que regía en estos lugares ponían un límite mínimo de edad en las plataformas estándar, si vale aplicar este concepto, a excepción de aquéllos juegos que eran exclusivos para menores de esa edad y de los que yo estaba absolutamente en contra. Era muy pretensioso, me gustaban las recreaciones más avanzadas y con mayores desafíos.
                No importaron las razones porque yo estaba contento por el simple hecho de asistir, disfrutar y pasarla lo mejor posible. Además de mi tío, fueron mi mamá y mi abuela. Ni bien ingresamos, mi sonrisa y mi alegría se hicieron manifiestas inmediatamente. Me deslumbró la gran dimensión del espacio, la pululación de gente, los juegos, y yo que quería subirme a todos juntos a la vez porque se me hacía difícil decidirme por uno por donde comenzar. Entonces, ante tal desconcierto de mi parte,  mi tío sugirió empezar por alguno básico, y yo acaté la propuesta sin oponerme y dispuesto abiertamente a otras alternativas.
                El primer turno fue para la “Montaña rusa acuática” (con capacidad solamente para dos personas), cuya ubicación se registraba del lado izquierdo de la entrada y, a su vez, era el juego que menos gente convocaba. Cuando abordamos su ingreso, teníamos adelante a un grupo reducido de personas (estimo que eran entre cinco y diez), por lo que la espera para subir no se extendió demasiado tiempo.  No voy a ampliar con detalles abusivamente excesivos la experiencia de aquélla ocasión y voy a resumir el sentimiento en una sola palabra: increíble. Pero increíble de verdad, en todos los sentidos etimológicos del vocablo, aunque tal calificativo no alcanza para definir correctamente la adrenalina que sentí por dentro. Si hubiese sido por mí, hubiera gastado todo el crédito en ese juego, aunque crédito es un valor subjetivo, ya que el importe de la entrada contemplaba un pase libre para todos los juegos.
                El segundo juego fue, si la memoria no me juega en contra, “La vuelta al mundo”, del cual sólo me inspira decir que fue lo más ostentosamente aburrido que experimenté en la vida y especialmente en ésa jornada. Después fuimos, y hablo en plural porque participábamos toda la familia, a diversos juegos de toda índole y a varios espectáculos poderosamente entretenidos.  Inclusive, en el intervalo entre las actividades elegidas, sacábamos fotos tanto del parque como de los propios juegos y de los shows, para inmortalizar en imágenes los momentos más destacados de aquélla extraordinaria primera visita.
                Llegó el turno de ascender al “Samba” y del cual, sinceramente, conservo los peores recuerdos. Para graficar metafóricamente mi padecimiento en esa pequeña cápsula circular mecánica, me sentí como en el interior de una licuadora que no regulaba las velocidades, y funcionaba intensa y descontroladamente. El resultado fue un esguince en el brazo izquierdo, que persistió por más de tres semanas, si la reminiscencia evocada es asertiva.  Juré desde ese instante no subirme nunca más a ésa plataforma y dicha promesa la llevo cumplida hasta el día de hoy, rigurosamente. Pero eso no significa para nada que cambie de opinión, ahora 18 años más tarde. Hasta las peores bajezas merecen una segunda oportunidad, ¿no?

                Exento de este incidente imprevisto, fue una experiencia excepcionalmente buena y que nunca voy a olvidar. Pasamos todo el día allá, en Tigre. Como conclusión, me resta agregar que nunca voy a volver a vivir algo así, pues la primera vez es única, incomparable e irrepetible, pero sobre todo, la mejor de todas.  

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