El recuerdo que pretendo
describir se remonta al año 1997 y está asociado a la primera vez que fui al
Parque de la Costa, cuya fecha fue coincidente con el día de su inauguración.
La iniciativa de ir fue de mi tío y se le ocurrió la idea esporádicamente, inspirada
quizás, por el fisgoneo de experimentar algo nuevo o por la curiosidad de
conocer la propuesta de dicho parque en el marco de su apertura. O también
me sobreviene suponer que el disparador de la ocurrencia fui yo porque
siempre me gustaron los parques de diversión y la última vez que fui a uno
había sido en 1994 cuando tenía 6 años, y no pude disfrutar demasiado de muchos
de los juegos por la corta edad, porque la norma que regía en estos lugares
ponían un límite mínimo de edad en las plataformas estándar, si vale aplicar
este concepto, a excepción de aquéllos juegos que eran exclusivos para menores
de esa edad y de los que yo estaba absolutamente en contra. Era muy
pretensioso, me gustaban las recreaciones más avanzadas y con mayores desafíos.
No
importaron las razones porque yo estaba contento por el simple hecho de
asistir, disfrutar y pasarla lo mejor posible. Además de mi tío, fueron mi mamá
y mi abuela. Ni bien ingresamos, mi sonrisa y mi alegría se hicieron
manifiestas inmediatamente. Me deslumbró la gran dimensión del espacio, la
pululación de gente, los juegos, y yo que quería subirme a todos juntos a la
vez porque se me hacía difícil decidirme por uno por donde comenzar. Entonces,
ante tal desconcierto de mi parte, mi
tío sugirió empezar por alguno básico, y yo acaté la propuesta sin oponerme y
dispuesto abiertamente a otras alternativas.
El
primer turno fue para la “Montaña rusa acuática” (con capacidad solamente para
dos personas), cuya ubicación se registraba del lado izquierdo de la entrada y,
a su vez, era el juego que menos gente convocaba. Cuando abordamos su ingreso,
teníamos adelante a un grupo reducido de personas (estimo que eran entre cinco
y diez), por lo que la espera para subir no se extendió demasiado tiempo. No voy a ampliar con detalles abusivamente
excesivos la experiencia de aquélla ocasión y voy a resumir el sentimiento en
una sola palabra: increíble. Pero increíble de verdad, en todos los sentidos
etimológicos del vocablo, aunque tal calificativo no alcanza para definir
correctamente la adrenalina que sentí por dentro. Si hubiese sido por mí,
hubiera gastado todo el crédito en ese juego, aunque crédito es un valor
subjetivo, ya que el importe de la entrada contemplaba un pase libre para todos
los juegos.
El
segundo juego fue, si la memoria no me juega en contra, “La vuelta al mundo”,
del cual sólo me inspira decir que fue lo más ostentosamente aburrido que
experimenté en la vida y especialmente en ésa jornada. Después fuimos, y hablo
en plural porque participábamos toda la familia, a diversos juegos de toda
índole y a varios espectáculos poderosamente entretenidos. Inclusive, en el intervalo entre las
actividades elegidas, sacábamos fotos tanto del parque como de los propios juegos
y de los shows, para inmortalizar en imágenes los momentos más destacados de
aquélla extraordinaria primera visita.
Llegó
el turno de ascender al “Samba” y del cual, sinceramente, conservo los peores
recuerdos. Para graficar metafóricamente mi padecimiento en esa pequeña cápsula
circular mecánica, me sentí como en el interior de una licuadora que no
regulaba las velocidades, y funcionaba intensa y descontroladamente. El
resultado fue un esguince en el brazo izquierdo, que persistió por más de tres
semanas, si la reminiscencia evocada es asertiva. Juré desde ese instante no subirme nunca más
a ésa plataforma y dicha promesa la llevo cumplida hasta el día de hoy,
rigurosamente. Pero eso no significa para nada que cambie de opinión, ahora 18
años más tarde. Hasta las peores bajezas merecen una segunda oportunidad, ¿no?
Exento
de este incidente imprevisto, fue una experiencia excepcionalmente buena y que
nunca voy a olvidar. Pasamos todo el día allá, en Tigre. Como conclusión, me
resta agregar que nunca voy a volver a vivir algo así, pues la primera vez es
única, incomparable e irrepetible, pero sobre todo, la mejor de todas.
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